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La lógica de la evidencia (página 2)




Enviado por Gabriel Cocimano



Partes: 1, 2

La lógica
de la evidencia se convierte en una lógica obscena, de tan
excesivamente visible, de tan crudamente detallista
. "La
obscenidad es la proximidad absoluta de la cosa vista, el
hundimiento de la mirada en la pantalla de la visión:
hipervisión en primer plano, dimensión sin
retroceso, promiscuidad de la mirada con lo que se
ve".

Todo debe ser mostrado: el dolor de unos padres por el
asesinato de su hijo; la cámara se detiene en el llanto,
impiadosa, revulsiva de morbosidad. Las palabras –un
periodista pregunta a la madre cómo se siente ante la
dolorosa noticia- suenan patéticas y hasta perversas a
fuerza de
innecesarias.

Todo debe ser exhibido: como el back-stage de un
film, en donde se muestra el
proceso previo
pero también el más allá en los sets de
filmación, los artistas, los políticos –en
suma, los hombres públicos- también exhiben el
back-stage de sus vidas privadas. Abren las puertas de sus casas,
ventilan ciertas intimidades, muestran su perfil cotidiano, sus
familias, sus mascotas. Es parte de su trabajo:
exhibirse, mostrarse, evidenciar su presencia en la imagen, en la
pantalla. Explicitan, de alguna manera, una premisa irrevocable
de nuestros tiempos: "Algo existe si, y sólo si, atrae la
atención de la TV".[3]

Pero, por otro lado, la obscenidad también
tiene que ver con la abrumadora repetición de imágenes,
esa machacante y persistente ideología del exceso, de la
saturación: lacerante redundancia que invade la
mirada extática del espectador. Todos los excesos
saturan: ¿cuántas horas de información y de comunicación demandó, por ejemplo,
el Sexgate? Reiteración incesante de imágenes que
recorrieron el mundo, páginas enteras de diarios y
revistas con los rostros de Clinton y la pasante Lewinsky. "Es la
obscenidad de todo lo que es incansablemente filmado, filtrado,
revisado y corregido bajo el gran angular de lo social, de
la moral y de
la información (…) Muchas cosas son obscenas
porque tienen un exceso de sentido, porque ocupan demasiado
espacio".[4]

El registro de lo
obsceno se ha invertido: si antes radicaba en lo oculto,
en lo inhibido –aquello que no se mostraba porque resultaba
pudorosamente chocante- hoy la obscenidad está en el
mostrar en exceso, en la sobresaturación de lo exhibido.
Es la transparencia de lo social, la transparición
de lo social (y del sexo) como
sentido, como referencia, como evidencia.[5]

La lógica de la evidencia se empeña en
mostrar lo real a pura prepotencia de imagen. Pero ocurre
que las cosas sólo son ‘reales’ al precio de ser
mostradas bajo una luz demasiado
cruda. Es lo que ocurre con la pornografía: el acto
sexual es excesiva e implacablemente ‘verdadero’ de
tan visible, aunque no sea necesario ni
verosímil.

La premisa de estos tiempos parece ser: mostrar todo, a
cualquier precio, aún a cuenta de nada. A las discusiones
acerca de la instauración de una Zona Roja en la
ciudad, se suceden en incesantes desfiles infinidades de
travestis lanzados en absurdas y fingidas disputas con otros
invitados en esos talk-shows que se proponen como el
reflejo de los acontecimientos que ocurren en la vida social, y
no alcanzan a ser ni siquiera su parodia. Mostrar, exhibir, es la
consigna: un grupo de seres
anónimos deciden reflejar sus conductas frente a las
cámaras –en el formato de reality-shows que
proponen las nuevas normas del
entretenimiento global-, las discusiones más absurdas y
banales sobre los temas más inverosímiles completan
los espacios de la imagen.

La evidencia tiene que ver con la exacerbación
del detalle –propia del porno-, con la lógica
de lo explícito, "con la iluminación de lo social a la manera de un
strip-tease integral y generalizado".[6]
Todo está allí, en la pantalla, desnudo,
fidedigno: ¿podemos dudar de lo que nos propone? En aras
de esa transparencia, ¿estamos en condiciones de objetar?
¿Hay algo que podamos analizar?

El espectáculo de la evidencia nos deja
perplejos; vemos pero no contemplamos, sorprendidos e impotentes,
informados y paralizados. La lógica de la evidencia deja
al espectador extasiado, vacío, inerte en su
patetismo.

El espectáculo
de la evidencia

En esta misma lógica se inscribe un proceso de
transparencia política y social
nunca antes exhibido por las estructuras
mediáticas de la información y la
comunicación. Allí donde antes parecía
existir un orden ficticio, hoy los medios
muestran un verdadero caos; allí donde la palabra
política funcionaba con una lógica estructurada, de
conferencia de
prensa’,
disciplinada y ordenada, hoy se denota fragmentada, parcializada
y caótica. Los políticos acceden a las
requisitorias periodísticas desde un bar, un evento
social, una cancha de fútbol, no sólo desde el
Parlamento o el estudio televisivo. Es más, ellos mismos
producen el evento para fines mediáticos. Se muestra el recinto
legislativo y todo lo que en él sucede: acuerdos,
discusiones y peleas entre legisladores, denuncias, sospechas.
Todo queda flotando en la cotidianeidad
mediática.

El procedimiento
periodístico de la cámara oculta capta la
evidencia de la corrupción: un personaje –siempre es
un personaje menor, ya que parecen existir límites
infranqueables- es descubierto in fraganti en un
ilícito. Victoria de la investigación mediática, que se ha
cobrado un peón del inmenso ajedrez.

Las discusiones se suscitan entre los hombres
públicos de la política; intercambios de
opinión, sospechas cruzadas, acusaciones; injurias,
intimaciones y solicitudes de juicio político.
Ratificaciones y rectificaciones, conceptos sacados de contexto,
malos entendidos, falsas y aviesas intenciones. Todo está
minuciosamente registrado en los archivos de la
información y los medios.

La cantidad e intensidad de denuncias de corrupción contra los hombres y las mujeres
de la política no tiene precedentes: periodistas y
comunicadores lanzados a una implacable caza de brujas en pos de
la ética y
la honestidad,
emprenden unas cruzadas contra el delito y sus
agentes políticos; investigan sus cuantiosas y espurias
fortunas, sus ilícitas maniobras económicas, sus
siniestros contactos, sus vertiginosos ascensos.

Todo el proceso delictivo es investigado paso a paso,
detallado, reiterado, amplificado: un presidente es sospechado de
corrupción, y la pantalla televisiva y los demás
medios audiovisuales explotan en una histeria generalizada
en la búsqueda de la evidencia, en el vértigo
sofocante de la primicia, en el delirio de explicarlo,
amplificarlo todo. Entran en escena nuevos personajes, que
ofician de denunciantes, y aseguran aportar pruebas
contundentes; inician, de esta manera, un largo peregrinaje por
los medios, quienes detendrán su atención
sólo después de haberles dedicado infinidad de
espacios, entrevistas
exclusivas, en una acumulación fabulosa de
información, en una saturación prominente de
imágenes, textos y palabras. "Histeria de
causalidad
: búsqueda obsesiva del origen, de la
responsabilidad, de la referencia, intento de
agotar los fenómenos incluso en sus causas infinitesimales
(…); el delirio de explicarlo todo, de imputarlo todo, de
referenciarlo a todo".[7]

Esta histeria ha llevado a los medios a
espectacularizar la denuncia, la ha convertido en un
folletín por entregas, en una producción cotidiana de información
que complace al espectador y lo arrastra, atónito,
paralizado, absorbido por el torrente del acontecimiento. La
denuncia, de esta manera, pierde su condición de prueba
condenatoria
: sólo se ha transformado en
espectáculo, donde todos los actores
–denunciantes e inculpados- juegan a armar sus propias
estrategias. Y
esto ocurre porque todo evento carece efectivamente de
consecuencias: nadie asumirá la responsabilidad,
ningún individuo
pagará las culpas, ningún cargo será
virtualmente ejecutado contra los hacedores de ilícitos.
El acontecimiento mismo quedará arrumbado en el
arcón de los recuerdos.

Ya nada sorprende ni escandaliza al espectador,
acostumbrado como está al consumo del
evento espectacularizado. Su éxtasis se transforma en
apatía. Porque "la apatía responde a la
plétora de informaciones, a su velocidad de
rotación; tan pronto ha sido registrado, el acontecimiento
se olvida, expulsado por otros aún más
espectaculares".[8]

*La presente nota es un capítulo del libro
El fin del secreto. Ensayos sobre
la privacidad contemporánea.

Bibliografía


[1]
Peter
SCHNEIDER, El final de la certeza, Grupo Editorial Norma,
Colección La Pequeña Biblioteca, Santa
Fe de Bogotá, 1998.


[2]
Jean
BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama,
Colección "Argumentos", Barcelona, 1984.


[3]
Oscar LANDI,
Devórame otra vez, Qué hizo la TV con la gente,
Qué hace la gente con la TV
, Planeta Espejo de la
Argentina, Buenos Aires,
1992.


[4]
Jean
BAUDRILLARD, ob.cit.-


[5]

íbid.-


[6]
Gilles
LIPOVETZKY, La era del vacío. Ensayos sobre el
individualismo contemporáneo
, Anagrama,
Colección "Argumentos", Barcelona, 1986.


[7]
Jean
BAUDRILLARD, ob.cit.-


[8]
Gilles
LIPOVETZKY, ob.cit.-

 

Gabriel Cocimano

Partes: 1, 2
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